En un bosque sin nombre, en un
bosque donde la luz del sol no alcanza las ramas, un bosque donde cada minuto
que pasa la muerte acecha como el solitario susurro de un llanto desolador.
En ese bosque solo queda un pequeño
espíritu que vaga por la noche, comiéndose las últimas pequeñas criaturas
nocturnas. Un espíritu volador que mantenía el bosque en pie, un pequeño búho.
Era blanco y marrón. Sus colores parecían una pequeña catarata que llegaba
desde su ingeniosa cabeza hasta la última pluma de su pequeña cola. Su pico
era de un color dorado, con la punta gastada, pero lo suficientemente afilada
para romper el silencio con un pequeño gesto. Sus ojos radiaban de poder, unos
ojos esmeralda que reflejaba la dulzura de su alma. Todas las noches miraba el
cielo oscuro, observaba la luna brillante y blanca como la dulce leche. En sus
ojos se reflejaba la pequeña silueta brillante de la luna. Por el día buscaba
la luz solar, pensando que su brillo sería como la sonrisa de un niño. Así, el
búho decidió convertirse en el espíritu del bosque, y nunca se iba a rendir, no
hasta que consiguiera esa luz que devolveía la vida al bosque sin nombre.
Nerea Cano -1º ESO G
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